Santo Domingo RD.- Son aquella generación de los setenta, la que aprendió a mirar el mundo sin pantallas de por medio, cuando los días eran más largos y las horas se medían en risas compartidas y no en relojes digitales. Crecieron en calles que eran refugio y escenario, donde una bicicleta era pasaporte a la libertad y una pelota podía reunir a todo un barrio. Son esa generación que no regresará.
La infancia en los 70, la juventud en los 80. Aquella libertad sin móviles, con cabinas de teléfono en las esquinas, con una sola cadena de televisión y aquellos dos rombos que avisaban lo prohibido. Bebíamos refrescos, comíamos pan, y casi no existían niños con sobrepeso, apenas alguno.
Eran tiempos de mercromina en las rodillas, de juegos interminables y de besos robados en las calles al caer la tarde.
En la escuela nos llamaban la atención y solo lo sabían los compañeros, mejor no decir nada en casa, no fuera que además cayera un buen tirón de orejas. Jugaban sin descanso y, si nos daba sed, bastaba con beber del chorro de una manguera. Raspones en las rodillas, polvo en la ropa y a seguir adelante. Éramos libres, aunque entonces no lo supiéramos. Fueron felices. Eso ya nadie ni nada nos lo puede quitar...
Si en su época hubiéramos contado con móviles, internet, redes sociales, plataformas y todo lo que hoy tienen los adolescentes, ¿de verdad alguien piensa que hubieran dejado todo eso de lado para salir corriendo a la calle y jugar con los amigos del barrio?
Quizás no, y sin embargo, ellos no lo tuvieron y aprendieron a valorar lo sencillo: una pelota, una acera, la risa compartida. Tal vez ahí esté la diferencia: no fue una elección, fue su realidad… y en ella descubrieron la riqueza de lo simple.
Éramos los que volvíamos caminando del colegio, hablando en voz alta o soñando en silencio, las fotos se tocaban y se olían...
El tiempo se contaba en estaciones: la lluvia era para saltar charcos, el verano para correr descalzos, el invierno para escuchar historias junto al brasero.
Las canciones sonaban en vinilos rayados, y cada melodía se quedaba tatuada en la memoria, porque no había botón de “repetir”.
Somos la generación que aprendió el valor del respeto mirando a los mayores a los ojos, que entendió la dignidad como herencia silenciosa, y la amistad como pacto sagrado.
Crecimos con menos cosas, pero con más vida. Nos hicimos adultos sin dejar de llevar en el bolsillo el eco de aquellos días sencillos, cuando ser niño era un derecho y soñar no tenía fecha de caducidad